Suena un bolero mientras un hombre llora en un rincón del salón; está en penumbras y con la fotografía de la que fue su familia en el regazo. El dolor y el recuerdo le acompañan en ese sillón que ocupa después de cenar y que se ha convertido en la peor de sus condenas. En un momento de respiro, se levanta, deja la fotografía sobre la mesa baja del salón, busca un CD de Mozart que introduce en la cadena musical, y se sirve un güisqui doble que se lleva de vuelta al salón. Se sobresalta, alertado por una idea que acaba de aterrizar en su cabeza. Va hacia el mueble y rebusca en los cajones hasta que da con la pequeña grabadora de sus años de prácticas de periodismo. Junto a ella, un olvidado revólver heredado de su abuelo y una caja con cartuchos llama su atención. Rellena el cargador y comprueba que la grabadora tiene una cinta dentro. Luego, se dirige a la cocina y extrae dos pilas de la linterna que hay guardada en el cajón de los cubiertos. Reconoce "Serenade for strings número 13" llenando el silencio del salón, y se sienta complacido en su tumba de piel. Bebe un trago de güisqui y aprieta el botón rojo de la grabadora: "Me llamo Alejandro y tengo cuarenta años". De pronto, una lágrima se precipita solitaria hasta perderse entre la negrura de su descuidada barba. Un sorbo más y el valor acude a su garganta.
"Quizás sea la confesión más dura que se escuche dentro de unas horas o unos meses; o puede que solo sea la confesión más dolorosa que yo haya hecho nunca. Sólo recuerdo dos momentos de pletórica felicidad: cuando Matilde y yo nos casamos, y cuando Rubén me miró, sin ver, desde su cuna en el hospital. "Sé que me estoy volviendo loco, que cada día que pasa me alejo más de la cordura. Otros habrá peor que yo, no lo dudo, pero a nadie encuentro en mis visitas rutinarias al cementerio, a cualquier hora del día o de la noche, parado ante una tumba o aferrado a unas frías vallas de hierro. "El destino, con su guadaña al hombro, esperaba, maquiavélico y burlón, la ocasión para llevarse a Matilde, de una leucemia, cuando Rubén no había cumplido aún tres años."
El hombre apaga la grabadora. Un par de tragos más de alcohol le aceleran el pulso y le hacen sentirse más cómodo en el sillón. Achica y abre los ojos como si vislumbrara un pasado y un futuro, porque el limbo en el que vive no lo admite como su presente. Tuerce una sonrisa cuando escucha las primeras notas del Requiem. De nuevo pulsa el botón de la grabadora, pero, antes de continuar, se lleva al gaznate otro generoso trago.
"¿Le compré la moto o le compré la muerte?... Él me la pidió: Solo eso, papi, que he aprobado Selectividad; y yo le di el capricho. Todo lo pierdo, todo... incluso la necesidad de dormir".
Alejandro ahoga un llanto que no acierta a salir completamente, y el estribillo del Requiem entra en contacto con un nudo en la garganta, con la saliva que ya no logrará pasar.
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