El diván del poeta

jueves, octubre 12, 2006

EL FIN DE SMILLY


Todos los veranos, desde hace cinco años, tengo una semana, la primera de agosto, reservada para mí. No se trata de poner tierra por medio, eso lo intenté en dos ocasiones y con la distancia fue aún peor. Así que, ahora me encierro en mi casa con sonidos chill-out y bajo el placer de los diecisiete grados del aire acondicionado.
Esto, digo, es ahora; porque antes, cuando ella se marchó de vacaciones a Grecia durante toda una semana, soportábamos los treinta y muchos grados de procedencia sahariana que no bajaban ni de noche. Y no le importó dejarnos solos en esas condiciones. La muy tacaña... No quiso que instaláramos el aire acondicionado a pesar de que los meteorólogos habían avisado de que las temeperaturas serían muy altas ese verano; el verano más caluroso que se conocía desde hacía muchos años.

-Aquí perecemos -le dije-. Estamos solitos; nadie se ocupa de nosotros. Tenemos que comer y beber...

Tenía dieciocho años, dos menos que yo; pero siempre había estado a mi lado. ¡Pobre gatito!... Él confiaba en mí y yo no supe cuidar de él.

Por eso me aterra el verano; porque temo que cualquier mes de agosto, atontado por delirios de chicharra, pueda volver a repetir: "Aquí perecemos, Smilly".


viernes, septiembre 08, 2006

SINFONÍA PARA ALEJANDRO


Suena un bolero mientras un hombre llora en un rincón del salón; está en penumbras y con la fotografía de la que fue su familia en el regazo. El dolor y el recuerdo le acompañan en ese sillón que ocupa después de cenar y que se ha convertido en la peor de sus condenas.
En un momento de respiro, se levanta, deja la fotografía sobre la mesa baja del salón, busca un CD de Mozart que introduce en la cadena musical, y se sirve un güisqui doble que se lleva de vuelta al salón. Se sobresalta, alertado por una idea que acaba de aterrizar en su cabeza. Va hacia el mueble y rebusca en los cajones hasta que da con la pequeña grabadora de sus años de prácticas de periodismo. Junto a ella, un olvidado revólver heredado de su abuelo y una caja con cartuchos llama su atención. Rellena el cargador y comprueba que la grabadora tiene una cinta dentro. Luego, se dirige a la cocina y extrae dos pilas de la linterna que hay guardada en el cajón de los cubiertos.
Reconoce "Serenade for strings número 13" llenando el silencio del salón, y se sienta complacido en su tumba de piel. Bebe un trago de güisqui y aprieta el botón rojo de la grabadora: "Me llamo Alejandro y tengo cuarenta años". De pronto, una lágrima se precipita solitaria hasta perderse entre la negrura de su descuidada barba. Un sorbo más y el valor acude a su garganta.

"Quizás sea la confesión más dura que se escuche dentro de unas horas o unos meses; o puede que solo sea la confesión más dolorosa que yo haya hecho nunca. Sólo recuerdo dos momentos de pletórica felicidad: cuando Matilde y yo nos casamos, y cuando Rubén me miró, sin ver, desde su cuna en el hospital.
"Sé que me estoy volviendo loco, que cada día que pasa me alejo más de la cordura. Otros habrá peor que yo, no lo dudo, pero a nadie encuentro en mis visitas rutinarias al cementerio, a cualquier hora del día o de la noche, parado ante una tumba o aferrado a unas frías vallas de hierro.
"El destino, con su guadaña al hombro, esperaba, maquiavélico y burlón, la ocasión para llevarse a Matilde, de una leucemia, cuando Rubén no había cumplido aún tres años."

El hombre apaga la grabadora. Un par de tragos más de alcohol le aceleran el pulso y le hacen sentirse más cómodo en el sillón. Achica y abre los ojos como si vislumbrara un pasado y un futuro, porque el limbo en el que vive no lo admite como su presente. Tuerce una sonrisa cuando escucha las primeras notas del Requiem. De nuevo pulsa el botón de la grabadora, pero, antes de continuar, se lleva al gaznate otro generoso trago.

"¿Le compré la moto o le compré la muerte?... Él me la pidió: Solo eso, papi, que he aprobado Selectividad; y yo le di el capricho. Todo lo pierdo, todo... incluso la necesidad de dormir".

Alejandro ahoga un llanto que no acierta a salir completamente, y el estribillo del Requiem entra en contacto con un nudo en la garganta, con la saliva que ya no logrará pasar.


miércoles, agosto 09, 2006

La luna

I

La luna se cierra en redondo
y, ciertas noches, un poema
hace, inspirado el poeta
de su sentimiento más hondo.


II

Cuando la luna cierre su cuarto
y cautivo en él yo quede...
¿Qué fugaz estrella abrirá
la puerta de mi suerte?


III

Pasearía, compañero,
por el halo mágico de la luna;
con el encuentro de oscuridad y luz,
y mis dedos en tu cintura.

lunes, julio 31, 2006

Un punto de Mîra



Como todos los veranos, casi todos los lugares de playa, o casi todas las playas, tienden a la similitud. Lo único que hace que sean, o parezcan distintas es la gente. Los buenos y los malos momentos, sorprendentes o anodinos, los proporcionan las personas: las que van contigo, las que te encuentras, las que te atienden, las que sirven de escaparate o reclamo...

Ignoro por qué en repetidas ocasiones tengo la sensación de llegar a los sitios a destiempo: o bien pronto, o generalmente tarde. Salir de viaje más tarde de lo planeado; llegar al hotel a una hora imprevista; abandonar la playa casi los últimos; llegar a tomar una copa cuando el local estaba a punto de cerrar, o ser los últimos en salir. Entrar en la cama casi al alba y despertar tarde; pero ¿para qué madrugar?.

Pensé que esto tenía que cambiar, que debía cambiar. Entonces actué con determinación y, efectivamente, en consecuencia, esto cambió. No hay como ponerle voluntad a los deseos y piernas a los pensamientos.

Cuando llegamos a la playa, tardamos (verbo inexplicablemente inherente al grupo, al cuerpo y a la medida del tiempo) en tomar posesión del metro cuadrado de arena y asentarnos. "Ya estamos como siempre, pensé, pues se acabó".

- ¡Aquí me quedo, people...!
- Aquí no, que hace mucho aire y se va a ir... -intentaba avisar la más dulce de mis amigas, sin tiempo a terminar la frase.
-¡La toalla!... ¡La sombrilla!..
-¡Qué se vuela todo, joder!...

Salí corriendo detrás de nada, porque, maliciosamente, los enseres tomaron direcciones distintas. Como iba mirando al cielo, pues hacia allí volaban las cosas, pisé, después de tropezar con él, un masculino cuerpo de muy buen ver. Ahí empecé a darme cuenta de lo que cambia la vida cuando se toman decisiones.



domingo, julio 30, 2006

Del río a ninguna parte



Búscale entre aguas confusas,
salpicado de locura, ceniciento y arrugado.
Crúzale hasta la otra orilla, barquero,
sin que le despierte el movimiento de tu barca.

Siempre se dejó llevar
por remolinos de corriente, siempre
hasta el minuto último del último viaje.

miércoles, julio 26, 2006

If I had you...

Si te tuviera...
andaría desnuda de palabras,
inconsciente de pensamientos,
y entre juegos de olfatos enredada,
trabada por la tutela de tu licencia.

If I had you...
serías el amante ducho (mudo),
el demiurgo de la sucesión de mis ardores,
y de mi respiración el ritmo profundo,
el rey en el suburbio de mis sentidos.

Si te tuviera...
las campánulas de mi interior se batirían,
acarreadas por la resonancia de tus besos,
y de tu susurro placentero bebería,
hasta el estallido de la embriaguez.

If I had you...
desnuda y tutelada,
amaría intensamente,
de sus besos embriagada,
al rey de mis arrestos.


martes, julio 25, 2006

La naturaleza por dentro


Seguí mi camino y avancé por las mudas escalinatas de la iglesia por ver si se me movía el ánimo. Los árboles tampoco quisieron distraerme de la vereda de la evocación. De pronto sentí la urgencia de detener mi caminar para respirar profundamente. Había sentido, quizás por el efecto umbroso de la arboleda, que te tenía a mi lado. Este desvarío provocó en mí una chispita de nostalgia. Ya sabes cómo se manifiesta el engaño de los sentidos: es la borrachera del alma, que envuelve y paraliza. Pero no era el parque, con su vegetación desinteresada, lo que estaba en penumbra, sino yo. Algo similar a lo que sucede con esas fotos hechas a contra luz, cuyo resultado es una silueta negra que deja ver, detrás de su opaco cuerpo, toda la claridad de afuera.
Había muchas hojas de color verde, algunas amarilleaban ya, en medio de un tono marrón seco. Muchas hojas caídas sobre el suelo destemplado, jugando a enredarse, ignorando que con su maniobra tejían un tapizado otoñal que abrigaba a la tierra desnuda.

Como no quería yo que me agarrara ese dolor mundano del hundimiento espirutual, di media vuelta y regresé a refugiarme entre los muros del lamento en que se han convertido las cuatro paredes de mi habitación.